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Iveoon

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La vida es corta, tal vez demasiado, y en los largos ratos del día que pasamos navegando entre la incertidumbre y la inmensidad de lo desconocido, gran parte de las horas las surcamos sobre las olas de... Los sueños.

Entre ocho y diez horas al día de sueños. Sueños que no recordamos, sueños que vivimos tanto como nuestro día de ojos abiertos, que sufrimos, que lloramos, con los que nos excitamos y retorcemos de placer. ¿Quién dice que la vida no es sueño? Yo, no lo puedo prometer.

Pero aseguro una cosa. Cada sueño que tenga, tan pronto como despierte, será un sueño que apunte y escriba a partir de ahora. Porque los sueños, aún si son cortos, son increíbles y merecen el mismo respeto y detallismo que lo que nuestros ojos ven, pues toda nuestra alma los siente.

A partir de ahora, un sueño un relato. Y llegará el día en que mire atrás, y no recuerde si fue un sueño lo que viví, o fue la realidad.

O me gusta soñar que ese día llegará, pues será el día en el que me de cuenta de que la realidad, y mis sueños, no se alejan tanto los unos de los otros.

La diferencia está entre oír, y escuchar.

Ver, y sentir.

Vivir, o soñar.

V. J.
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¡Buenas a todos los que me leáis! Vamos a ver, estoy teniendo un problemilla de Copyright con algunas imágenes de Deviantart, y es que en todas ellas siempre suelo dar créditos a las originales (menos cuando me olvido, a lo cual me merezco una paliza o dos, que me ha pasado ya varias veces) pero me he encontrado con un problema de cara.

Las originales, que están en mi ordenador y de las cuales no puedo poner crédito, llevan tanto tiempo en mis manos que los links están guardados en mi anterior ordenador (el señor Sam II) el cual como sabréis estalló por tener la fuente de alimentación completamente quemada. Por ello, por caídas de algunos blogs que tenían otras originales y por no poder poner links directos a Google + (Gracias por esa mierda de red social, Google) os pido que me echéis una manita, y si encontráis las originales a las ediciones que yo he hecho (Todas las imágenes tienen en su descripción si son mis originales o son ediciones) que me paséis los links para poder ponerlos como dios manda.

¡Muchísimas gracias chicos! ¡Un abrazote inmenso!
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Era un pequeño pueblo alejado de toda ciudad a las afueras de Salamanca, en un recóndito lugar entre las montañas, perdido de casi toda vida excepto la de un par de familias que nunca dudaban en darse amor entre ellas. La pequeña Diana, por el contrario, prefería dárselo a sus sueños.

Era tarde aquella noche, tan tarde que la luna era lo único que iluminaba las calles del pueblo y el pelo vivaz y descarado de la pequeña Diana, que castaño en sus días ahora parecía plateado por la luz nocturna. Corría por la calle mayor sin rumbo aparente hasta salir del pueblo. ¿Qué buscaba Diana? ¿Qué hacía tan tarde en la calle? Solo ella podía saberlo, pues aun siendo tan pequeña como era, su imaginación podía llevarla como un tren a cualquier parte.
Al fin se alejó de toda vida humana, y se internó en el bosque presta y veloz, sujetando un largo palo que encontró en el suelo a modo de espada mortal, continuó el camino que ya conocía hasta su destino, y no tardó tanto en llegar como por si misma se habría esperado.

- ¡El escondite de las hadas! - Gritó Diana con entusiasmo, aferrándose a una valla de metal que le cortaba el paso. Se elevó con todas sus fuerzas sobre ésta y la saltó, rasgándose sin querer el fino camisón que llevaba puesto a la hora a la que sus padres la acostaron.

Una vez pisó el verde césped, corrió hacia un círculo de árboles que la luna bañaba con una luz especial. Aque era el conocido escondite de las hadas, del que hablaba todo el mundo... En la mente de Diana.
Sin dudarlo ni un segundo, hinchó el pecho de valor y se internó de un único salto en el círculo de las hadas, cerrando los ojos con fuerza y deseando con todas sus ganas que éstas apareciesen.
Pasaron unos segundos, que a Diana le parecieron eones, y cada par de ellos abría ligeramente un ojo para ver si algo había cambiado... Pero nada.
De repente, un fuerte viento se levantó, y Diana abrió los ojos para aferrarse contra el árbol más cercano de aquel círculo mágico cuando vio... ¡Que una de sus ramas se movía de forma extraña! No era el viento ¡No podía serlo! La rama parecía señalar una dirección, y Diana miró hacia dicha asomando el rostro a un lado del tronco y pudo ver un gran claro verde y brillante que se mecía con el viento. No habría visto nada especial en éste de no ser porque un brillo especial la deslumbró proveniente de algún punto entre unos arbustos, colina abajo.


- ¡Gracias hadas! - Gritó Diana mientras corría y corría de nuevo. Pensó que, incluso si cerraba los ojos, parecía que el viento la estuviese llevando allí a suaves empujones, y extendió los brazos hacia los lados sintiéndose volar con gracia hasta llegar al brillo aquel, tan fascinante, tan increíble ¡Tan fascinible!

Al dar con los arbustos, el viento pareció cesar unos segundos para después soplar en una dirección totalmente contraria, dirección que casi milagrosamente hizo que el ramaje se echase a un lado para poder dejar ver una roca suave, labrada, de color gris como el pelaje de un lobo. Podía ser... ¡Una guarida de lobos!
Diana se asustó unos segundos al pensarlo, pero se dijo para sí misma: "Soy demasiado pequeña, a los lobos no les quitaría el hambre nunca. Sería como un aperitivo, como esos aperitivos que mamá me obliga a comer de verduras que no me gustan nada de nada. Además, no llevo azúcar, tengo que saber fatal."
Y asintiendo con la cabeza, con firmeza y valor, dio la vuelta a la pared de piedra labrada, y encontró a un lado de ésta una puerta pequeña, tan pequeña como podía ser una Diana la mitad de grande que ella, pero con símbolos preciosos por todos lados que no se paró a mirar. ¡Aquello era tan increíble...!
Sin dudarlo, se agachó sobre si misma, y de rodillas entró dentro del lugar a oscuras.

Dentro de aquella pared con puerta... ¡No se estaba tan a oscuras! Al fin y al cabo solo era una pared, no tenía techo!

- ¡Ningún lobo viviría aquí, donde te puedes mojar con la lluvia! Es más como la casa de un castor, y a ellos no les gustan las niñas... Creo que comen madera. - Aferrando su palo a modo de espada, pensó que aquello sí sería digno de los castores, y lo enarboló por delante de su cuerpo, pensando que así morderían antes a la madera que a ella.

Ante ella, pudo ver un castillo de color plata que nunca antes había visto. ¿Cómo era posible si era tan gigantesco? Aquella pared no podía ocultarlo ¡No habría podido, pero a la vez si! Al fin y al cabo, ella no podía ver a través de la valla del jardín de su casa, y no era tan grande.
Con una sonrisa en el rostro, corrió hacia el castillo con rapidez y presteza ¡Con rapideza! Y una vez allí tocó el portón de plata con los nudillos y se hizo un par de pasos atrás para esperar una respuesta.

- ¿Quién es? - Dijo una voz cantarina, más bonita casi que la de su madre cuando cantaba canciones para dormir.
- ¡Soy Diana! - respondió la muchacha.
- ¿Qué Diana? ¡Porque ya tenemos muchas! - Dijo de nuevo aquella voz extraña.
Diana no entendía a qué se refería ¿Habría muchas chicas llamadas Diana o es que tenían muchas Dianas? Menudo lío más Diánico.
- ¡Soy Diana, la niña! - contestó, sin saber muy bien qué decir.
- ¡Oh...! Niñas creo que no tenemos ¡Pasa! - resonó la voz mientras las puertas plateadas se abrían ante la niña, dejándola ver la más maravillosa de las creaciones que hubiese podido imaginar jamás, con paredes de nácar y dulce nata montada.

Diana caminó dando pequeños saltos hasta adentrarse en la fortaleza, sintiendo cómo un polvo de mil colores se arremolinaba a su alrededor. Cuando al fin pudo fijar la vista, se dio cuenta de que esas pequeñas motas ¡Tenían alas!

- ¡Sois las hadas! - gritó con entusiasmo deteniendo su caminar - ¡Os he estado buscando! ¿Por qué os escondíais?
- No lo hacíamos, te guiábamos hasta lo que buscabas. - contestó una voz tan bajito, tan bajito, pero tan bajito, que Diana tuvo que casi dejar de respirar para poder escucharla.
- ¿Qué es lo que buscaba? - preguntó Diana, sin saber a qué se referían.
- ¡Síguenos! - dijeron varias vocecitas al unísono mientras salían volando, dejando tras de si una estela brillante y preciosa de mil colores.

Diana la siguió sin vacilar, se agarró el camisón con fuerza para no pisárselo, pero... el tacto del camisón era distinto. ¡Ya no era un camisón! ¡Era un vestido precioso! Casi parecía una princesa en su castillo. Aquello era tan increíble... ¡Pero no había tiempo que perder, las hadas se iban!
La niña el aferró el vestido conforme perseguía a sus pequeñas amigas, hasta adentrarse más y más en el castillo.

Pronto se encontró subiendo escaleras en una inmensa alfombra roja, y antes de darse cuenta pudo ver como, al final de éstas, había una inmensa sala alrgada con guirnaldas, decorados de dibujos impresionantes y esculturas inmensas de animales, con el techo abovedado y completamente acristalado, gracias al cual la sala estaba completamente bañada por la luz de la luna, sin que hiciesen falta luces.

Diana se quedó impactada al ver como un rayo de luna especialmente mágico caía del cielo, y se posaba encima de una figura que la esperaba al otro lado de la sala. Gracias a éste pudo ver las facciones de aquel ser: pelo castaño y largo hasta la cintura, ojos verdes esmeralda, la piel suave y blanca como el marfil, parecía ser algo mayor y más alta que ella, pero también ayudaba la corona que llevaba puesta sobre la cabeza.

La pequeña chiquilla, de repente... se echó a llorar.
Corriendo a lo largo de toda la sala y olvidándose de sujetar su vestido para evitar pisarlo, se lanzó con toda su pequeña fuerza y ganas contra la joven que la esperaba, que se puso en pie y extendió los brazos para recibirla con todo su amor y cariño.

- ¡¡¡Elena!!! - gritó casi desesperada la pequeña mientras se enjugaba las lágrimas en el pecho de la joven reina.
- Mi querida hermana Diana... Al fin has venido conmigo. - la voz de la joven reina sonaba como mil campanas celestiales que parecían vibrar todas al mismo tiempo y acorde. Con dulzura, retiró a la pequeña de su abrazo para arrodillarse frente a ella, besarle la frente y enjugarle las lágrimas con la manga de su vestido.
- Eres... ¿Eres real? - preguntó la niña.
- ¿Tú qué dirías? - preguntó amablemente Elena a su dulce hermana.
- Pero... pero... ¡Eres reina! - dijo la niña aún sollozando – Mamá y Papá dijeron que te habías ido muy lejos, pero... ¡Estabas aquí!
- Siempre he estado aquí, hermanita – respondió la hermana mayor con un grácil movimiento de su mano – Y te equivocas, no soy la reina, soy la princesa. Y tú también eres una princesa. ¡Papá y Mamá son el Rey y la Reina!

Ante el asombro de la pequeña Diana, Elena hizo un gesto de su brazo para pedirle a las hadas que trajesen una corona muy muy pequeña, justo del tamaño de la pequeña y dulce niña. Con cuidado, éstas danzarinas amigas depositaron el artilugio en lo alto de la cabeza de despeinados cabellos que Diana poseía, y se apartaron con dulzura.

- Ahora dime, Diana ¿Te quedarás conmigo en nuestro reino, para siempre? - preguntó Elena mientras guiaba a su hermana hasta su pequeño trono de cristal, situado a la derecha del de su hermana regente.
- ¿Y Papá y Mamá? - preguntó la pequeña.

Elena miró hacia el cielo y bajó de nuevo los ojos a su pequeña hermana, con una sonrisa ladeada. Aquella sonrisa habría poblado la mente de muchos, tal vez como siniestra y macabra, o tal vez como la más bellas de las sonrisas.

- Pronto vendrán con nosotros, no te preocupes.

Y así, Diana al fin encontró el reino que tanto había buscado, al que las hadas la guiaron. Y esperaría el día en que sus padres llegasen a su castillo y pudiesen abrazarla de nuevo, para estar todos juntos, por siempre jamás.
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"Húmedo y oscuro en la cueva refugiado
aquel hombre exhausto, de la tormenta.
Gran sorpresa al encontrar una bestia con él,
la más temible, mortal y fiera.
El ser cuyo aire es fuego, y ácido sus entrañas
pacía relajado y sumiso encogido entre sus alas.
Véase el último Dragón por el hombre, acogido
cuando, bajo los truenos, entre sus brazos lo había protegido."



No recordaba cómo eran las cosas fuera del recinto de la fortaleza. Había vivido en aquella ciudad rodeada de murallas toda su vida, y apenas podía ver el sol a través de los altos muros, o sentir la brisa si no subía a sentarse en el tejado de su casa. Contaban con que no fuese una chica destacable en el lugar, pero se conformaban con que no diese problemas, pues era callada y siempre cumplía con su labor, que era la de limpiar todo lo que se le ordenase dentro del castillo, como tantas otras chicas jóvenes. Al parecer, al señor le parecía que los dedos finos eran buenos para tratas las cosas delicadas, y por eso no contaba con varones o mujeres mayores de cierta edad para el cuidado de su edificio principal.

Su pelo castaño y revuelto saltaba tras ella mientras corría dentro de su casa, alentada por os consejos de su abuela.

- ¡Llegas tarde de nuevo Ahynara!
- Lo sé abuela, perdona – Dijo la joven mientras saltaba para pasarse el vestido por la cabeza.- Ha sido por culpa de ese grillo otra vez...
- ¡No le eches la culpa a los insectos de tus despistes! - replicó la mujer con gesto serio, mientras ataba los lazos de la espalda de la muchacha – Ahora ve, compórtate y haz tus labores. No te quedan muchos años dentro del castillo, tus manos empiezan a ser de adulta, y debes aprovechar al máximo éstos momentos. Echarás de menos limpiar las...
- "Limpiar las porquerías de los señoritos" Sí abuela, lo se – Contestó la joven – No te preocupes, me comportaré.

La muchacha besó en la frente a su abuela, arrugada por la edad y los percances de su vida, y salió corriendo de la casa hasta el castillo. Su pelo castaño, enmarañado, saltaba tras ella a cada brinco y cada movimiento, mientras la gente se apartaba al verla tan atareada. El señor nunca permitía las tardanzas. Pero grata fue su sorpresa, al ver que la guardia estaba esa mañana reducida. ¡El señor había salido! Suerte para ella.
Entró dentro del edificio, tan imponente, tan grande y acongojante... Había sido construido con mucho cariño, pero regido con mucho miedo, y aquello era un virus que se había extendido a lo largo de toda la pequeña ciudad. Ya nadie salía a pasear por fuera de sus muros, pues el señor no lo permitía. Ya nadie hablaba siquiera de ello, desde hacía mucho tiempo...

Ahynara bajó a la sala de la cocina, donde se guardaban los aparatos para la limpieza, y recogió sus enseres. Así, comenzó a limpiar el castillo, sala por sala, silla por silla, cama por cama, como hasta entonces llevaba años haciendo. En cada ventana, en cada rincón, fijaba su mirada y soñaba con que había sitios mejores, más bellos y cálidos.
Se dio prisa por terminar, pues quería llegar a ella, a su sala favorita: La sala del trono.
Al entrar, un ventanal gigantesco de vivos colores la esperaba a contraluz. En él había grabadas las figuras de tres inmensos seres alados que, sentados sobre los muros de la ciudad, la protegían con garras, dientes y fuego: Los dragones.
No pasó mucho tiempo mirándolo, pues ya la conocía de sobra, antes de pasar su vista a otro lugar en la sala que atraía muchísimo más su atención. Una mesita decorada con dorados detalles y lágrimas de diamante, cuyas patas estaban diseñadas a modo de garras de dragón cerradas, y coronada con una preciosa cúpula de cristal que reflejaba las luces de colores del ventanal tras ella. En su interior, el único huevo de dragón que Ahynara había visto en toda su vida. Era verde esmeralda, como sus ojos y los de su abuela, como la hierba que a duras penas se veía en la ciudadela, y seguro al tacto sería duro como una piedra. Decían que los cascarones podían valer muchísimo oro, mucho más que incluso las escamas de los dragones, pues eran el material más duro que existía en el mundo.
Con cuidado, ella se acercó a mirarlo con detenimiento, y puso una mano sobre el cristal. Quién pudiese tocarlo, pensó, y descubrir todas las maravillas que las voces hablan sobre él. ¿Sería un huevo de dragón de verdad, y no una falsa reliquia? Hacía eones que no había dragones en la Fortaleza, no de los buenos, al menos. Los pocos que existían aún, asolaban las tierras en busca de destrucción y diversión. Por eso vivían allí, confinados, protegidos bajo una cúpula prácticamente invisible gracias a la cual los dragones no eran capaces de encontrarles.

Ahynara suspiró desolada, y se encaminó hacia el ventanal para limpiarlo con cuidado, admirando cada detalle de esos seres tan increíblemente honorables, y sus posturas protegiendo la ciudad. Eran tan inmensos...
Dispuesta a salir de la sala, vio algo entonces que le obligó a retroceder. Una mancha en el cristal de la mesilla donde se encontraba el huevo. ¿La había hecho ella al poner su mano? Se encaminó allí, dispuesta a limpiarla. Se inclinó, posó la mano con aquel trozo de tela viejo sobre él y comenzó a frotar sin forzar demasiado el cristal. Y entonces, se cayó de frente.

Un gran estruendo produjo con su caída y la de la mesilla de oro y diamantes sobre el suelo de la inmensa sala, que de seguro habría alertado a alguien. A duras penas, Ahynara se apoyó sobre sus manos y miró hacia la mesita ¿Qué había pasado? Atónita, pudo ver entonces como el cristal de ésta había desaparecido, y como el huevo rodaba por la sala en dirección al balcón. Impulsada por el rayo, la muchacha salió corriendo pisándose el vestido un par de veces para lanzarse sobre el huevo, impidiendo por pocos metros que cayese al vacío y se partiese en mil pedazos. Aunque si era tan duro como decían... ¡No había tiempo que perder pensando en tonterías!
Corrió hacia la mesita, y la colocó de nuevo en su lugar, para así poner el huevo sobre su pequeño pedestal con sumo cuidado. Su tacto era cálido y sorprendentemente suave... Buscó el cristal que lo protegía, pero no lo encontró. ¿Cómo era eso posible? ¿Dónde había caído? Comenzaba a desesperarse, dando tumbos por la sala en busca de algo que le parecía imposible desapareciese. Pero al fin y al cabo, al caer la mesita no había escuchado ruidos de cristales rotos.

Tras buscar unos segundos más, supo que estaba perdida. El señor jamás perdonaría aquello, y la relegaría a tareas más pesadas como el arado de los campos, o incluso la minería. No quería ir a las minas, odiaba estar encerrada, y entre unas paredes tan estrechas hasta se desmayaría, no podía permitir aquello...
Pero todo tornó de gris oscuro a negro azabache, al ver Ahynara algo que no había visto hasta ahora. Una grieta en el huevo.
Corrió hacia éste para tocarlo y verificar lo que creía haber visto, y no hubo duda alguna, el huevo se había roto. Se llevó las manos a la cabeza y cayó de rodillas sobre el frío suelo de mármol. Estaba perdida, destrozada, ésto no la llevaría a trabajos forzados sino a un castigo mayor, mucho mayor, tal vez incluso a la horca, o quizá algo peor. Una lágrima silenciosa de pavor e impotencia cayó por su rostro, cuando unos pasos comenzaron a resonar por el pasillo principal en dirección a la sala del trono, y no fue ella la que actuó, sino sus instintos sin considerar las consecuencias. Cogió el huevo, lo metió bajo la tela vieja que usaba para limpiar con cuidado de no tocar el lado rajado, y corrió por las escaleras laterales de la sala hasta llegar de nuevo a las cocinas. Cada paso se le hacía eterno, cada respiración dolorosa, y su carrera fue tan rápida que sus músculos ardían desesperados sin que ella les hiciese el más mínimo caso. Corrió y corrió directa a su casa, el único lugar donde, a pesar de todo, podía sentirse segura.

Una vez dentro, cerró la puerta fuertemente con su cuerpo.

- ¿Tan pronto has terminado hija? - recitó la abuela tranquila, sabiendo que nadie entraba en su casa a no ser su nieta. No porque no quisiesen, sino porque no podían.- Creí que al ser víspera de la fiesta mayor tendrías algo más de trabajo.
- Abuela...– Ahynara, caminó hacia ella con los ojos anegados en lágrimas y la respiración completamente agitada.
- Niña ¿Qué tienes? ¿Qué ha ocurrido? - preguntó asustada, sujetando las mejillas de su nieta.
- He hecho algo... Algo horrible...
- Cuéntame Ahy, qué ocurre. - Abrazó a la joven intentando calmarla, sosegando su voz.

La muchacha le contó lo ocurrido, entre llantos y temblores, mientras en la calle comenzaban a alzarse voces que ambas desconocían pero sentían como peligrosas. El gentío se revolvía, y ahora la abuela podía saber el por qué.
Con sus ojos pudo ver al fin el huevo, su belleza infinita, y su fisura perfecta, que ahora Ahynara juraría había crecido aun más de tamaño.
Ante toda la historia, su abuela no pudo más que mirarla, acariciarle de nuevo las mejillas, para luego ponerse seria repentinamente y comenzar a moverse rápido por la casa.

No puedes quedarte aquí – Sentenció mientras recogía una sábana a modo de hatillo y comenzaba a llenarla de mudas limpias y comida, aun si poca, suficiente para llevar poco peso.- Te matarán en cuanto sepan que fuiste tu la que robaste el huevo.
- Lo siento, no sabía qué hacer, no...
- Tranquila cariño – le cortó la anciana mientras le ponía uno de los abrigos que usaban para el invierno sobre los hombros – No tenías elección.

Una vez estuvo todo listo, esperaron hasta el anochecer, sin hacer apenas ruido. Aby, la abuela, se limitó a abrazar a su nieta mientras ésta permanecía en un estado de Shock constante en el que no podía soltar al huevo destrozado que había entre sus manos.
Al caer el sol al otro lado de los muros Aby se puso una capa negra sobre los hombros y se tapó el rostro con ella, para salir por la puerta de la casa tirando de la muñeca de su nieta, que iba ataviada del mismo modo pero más cargada. El huevo aún permanecía bajo la vieja tela arrugada, protegido entre sus brazos.

Ahynara simplemente se dejó llevar como si se encontrase dentro de un sueño, mientras a su alrededor los ciudadanos se arremolinaban pegando gritos y sosteniendo antorchas, buscando algo que parecían tener todos muchas ganas de encontrar. ¿Habrían ofrecido algo por ella? ¿Tesoros, tal vez...?
Sin darse apenas cuenta, habían llegado a las inmediaciones de la mina más apartada de los muros, abandonada hacía ya muchos años por la escasez de minerales que allí se encontraban y el peligro de derrumbamiento al haber encontrado un manantial subterráneo.

- Espérame aquí – susurró Aby mientras se alejaba de la muchacha y se aproximaba a una casa cercana, tocando la puerta de ésta.

Alguien salió del edificio, un joven de oscuros cabellos que Ahynara conocía bien, pues era el padre de Mina, una niña pequeña con la que solía jugar cuando no tenía trabajo en los alrededores de palacio. Su gesto delató el terror momentáneo que pareció sentir, justo antes de desaparecer dentro de su casa para de nuevo retornar con un abrigo de tela gruesa y una antorcha sin encender.
Ambos entonces se encaminaron de nuevo a la muchacha, que de lejos, les había estado observando.
- Pequeña, Marcos te llevará a la salida – susurró Aby mientras ajustaba la capucha de la muchacha. - Hazle caso en todo momento, sin rechistar.
- Pero abuela... - Intentó replicar la muchacha, pero su abuela la acalló con un fuerte abrazo.
- Estaré bien siempre que tu lo estés. - musitó con pesar en sus palabras y la voz temblorosa.
- Hay que marcharse, la guardia ya ha salido. - El joven castaño encendió la antorcha conforme ellas se despedían oteando entre los edificios y dijo para sí mismo- Gharold ya debe haber vuelto.

Marcos señaló hacia las minas con un brazo y se apartó un lado para dejar paso a Ahynara, mientras, mientras con el otro sostenía la antorcha en alto.
Aby empujó a su nieta dentro de la montaña, y no permitió que ésta se demorase ni un segundo más, apremiándola con la mirada.

- Corre – dijo únicamente, mientras caminaba de espaldas hacia la ciudadela.

Ahynara no tuvo palabras más allá de las lágrimas que de nuevo se agolpaban en su garganta, y solo pudo reaccionar finalmente cuando Marcos la empujó con algo de fuerza para que avanzase por el estrecho pasillo oscuro y húmedo, mientras miraba atrás una y otra vez, preocupado.

- ¡Vamos! - Apremió a la muchacha, firme.

Aquel sería el último día que Ahynara pudiese pasar en la compañía de los amigos y vecinos dela ciudadela. El último momento en que podría poner sus pies sobre algo a lo que pudiese llamar "Hogar".
Ese sería el momento en el que, quisiese o no, su vida pasaría a ser regida por un destino que se había labrado ella misma, pero que jamás había querido.
Y fue justo antes de conseguir ver la luz de la luna imperecedera al otro lado del muro, cuando se dio cuenta, de que hasta entonces nunca había comenzado a vivir realmente su vida.




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Todos los relatos que creo los subo a mi blog lonelymadness.blogspot.com.es/ encontraréis muchas más historias cortas que, si os ha gustado ésta, os gustará sin lugar a dudas. ¡Un saludo!
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